BONZO.
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Laura se sienta frente a la tele y, una vez que ya se ha acomodado con la bandeja de la cena, descubre que la tiene sin sonido. Así la dejó la noche anterior, cuando el sueño la rindió en el sofá después de un turno demoledor en el hospital donde trabaja como médico residente. Ahora, mientras mira sin hambre la tortilla francesa y la ensalada que acaba de prepararse, siente demasiada pereza como para levantarse a buscar el mando a distancia. Resignada, se dispone a cenar ante las imágenes mudas. Total, para lo que suelen contar, qué más le da.
Su cabeza está en otra parte. Si la jornada anterior fue dura, la de hoy no le ha ido a la zaga. Ayer se les murió un paciente, varón, de 57 años, con quemaduras en el 80 por ciento de su cuerpo. Hoy se les ha ido otro, un poco mayor, 63 años, con el 75 por ciento quemado. El primero, según cuentan, se prendió fuego él mismo, agobiado por la falta de trabajo y recursos. El segundo, al que hallaron ardiendo debajo de un puente, se teme que obrase por los mismos motivos, aunque la policía investiga aún. Para Laura, que los ha atendido a los dos, no hay diferencias, sean cuales fueran las causas del percance. Los ha conocido, a ambos, como dos trozos de carne sufriente, y junto a sus compañeros le ha tocado la frustración de no poder salvarlos. Con ese grado de quemadura, habrían necesitado un milagro. Y los milagros, al menos últimamente, no están por ocurrir.
¿Qué puede haber en la mente de un hombre para tomar la decisión de quemarse a lo bonzo? Un nivel de desesperación, imagina Laura, que ella nunca ha conocido, ni espera llegar a conocer. Los suicidas pasan por débiles, por cobardes, pero quien se prende fuego lleva a dudar de ese lugar común. Hacen falta narices para infligirse el sufrimiento atroz que produce el fuego, y del que Laura, en la unidad de quemados del hospital Virgen del Rocío de Sevilla, sabe bien. ¿Qué está pasando para que dos hombres, en apenas 48 horas, tomen el mismo y espantoso camino? ¿Y qué efecto produce en quienes los ven arder? Quemándose vivo, un hombre desencadenó en Túnez una revolución. Haciendo lo mismo, y por duplicado, los dos hombres a los que Laura acaba de ver morir apenas han obtenido un espacio de tercera, que pronto se olvidará, en alguna página par de la sección de sucesos de los periódicos.
En la tele aparece ahora un hombre mayor, bien vestido, que dialoga con otro hombre también mayor y bien vestido en un suntuoso despacho. Laura los conoce, como casi todo el mundo. Incluso ha visto algún anuncio del programa y sabe de qué va la cosa, aunque no lo oiga: el primer hombre cumple 75 años y el segundo lo entrevista para festejar el aniversario. Decir que lo entrevista acaso sea una licencia poética: Laura no necesita ponerle voz a la tele para darse cuenta de que ninguna pregunta coloca al entrevistado en el más mínimo aprieto. Tampoco siente ninguna curiosidad por lo que puedan estar diciendo, que no sospecha que guarde relación alguna con esa realidad de carne chamuscada que tan reciente tiene aún en la retina. El espectáculo le produce una desazón casi física. Aparta la bandeja a un lado y se levanta a buscar el mando. Lo toma y zapea.
En otro canal, aparece la imagen de un también provecto ex político, luego metido a banquero, que sacó a Bolsa la entidad que presidía, fundiendo en el viaje los ahorros de miles de incautos. Según los rótulos, acaban de nombrarle consejero de una compañía surgida de un antiguo monopolio estatal. Aprovechando que tiene el mando en la mano, Laura apaga la tele.
Así va esta feria: unos se queman a lo bonzo, otros cumplen años y suman poltronas. Laura es joven, sabe idiomas, tiene ofertas. Una de dos: o la rabia que siente acierta a convertirse en algo que cambie las cosas, o acabará ejerciendo en otro país.