La educación pública
septiembre 14, 2011
por yosoyhayek
He vivido en primera persona la decadencia de la educación pública. Mi colegio era de esos “públicos excelentes” de los años ochenta. Apenas veinte alumnos por curso, maestros y profesores bien formados y con ganas de enseñar algo. Llevábamos uniforme, y hasta que no pasaron algunos años, era relativamente complicado conseguir plaza. Entre mis compañeros de clase había diferentes caracteres y capacidades. Eso no fue ningún obstáculo para que el grupo avanzase. Quien tuvo que repetir, lo hizo, y concluido octavo de EGB, nos repartimos entre los distintos centros de bachillerato de la zona. Los que teníamos buenas notas, apuntamos alto, y pedimos plaza en uno de esos Institutos de toda la vida, con solera, histórica sede y fama de ser duro. No fue fácil entrar. No pude beneficiarme de puntos por hermanos (mi hermana empezaba la universidad justo cuando entraba en BUP), pero al final lo conseguí, como muchos de mis compañeros de colegio. Los que no, se fueron a FP, a otro centro público con no tan buena fama, o a la privada. Sí, a la privada. Por aquel entonces quien no valía, iba a la privada. Por lo general, pocos eran los centros de este tipo que ofrecieran algo que estuviera a la altura de los buenos institutos públicos.
La ESO me pisaba los talones. Hice el penúltimo COU, pero como algo excepcional, ya que la mayoría de los institutos se habían sumergido en la reforma educativa dejando años antes. Lo noté en la universidad. Elegí una pública, de nuevo la que más fama tenía de exigente. Y era cierto. Primero de carrera sirvió supuso una auténtica criba. De grupos de 150 alumnos, los que pasamos a segundo terminamos en clases con menos de la mitad de estudiantes. Si no te presentabas a un examen, corría convocatoria, al igual que si suspendías. A la tercera te expulsaban. Si en primero no aprobabas un número de asignaturas, te ibas a la calle. Había profesores que aprobaban al 10% de la clase, y raro era el que sacaba más de un cinco. Y no, no estudié una carrera de ciencias, una ingeniería, sino Derecho, una de letras.
Las reformas educativas también me alcanzaron en la universidad. Llegó la ansiada dispensa de convocatoria. Tercero y cuarto fueron divertidísimos, pero no tan positivos en cuanto a las notas. Aun así, terminé la carrera en 4 años. Me temo que esa pública diferencia con la que promocionaban mi universidad, poco a poco acabó disolviéndose entre una masa de hijos de la LOGSE.
Centrémonos ahora en la polémica suscitada por los ajustes emprendidos por algunos gobiernos del PP, y en especial, el que preside Esperanza Aguirre. Ya he dicho antes que un cambio así debería haberse madurado y calculado con algo de perspectiva y antelación, acudiendo a los centros, utilizando la inspección, teniendo en cuenta la realidad y las necesidades de la educación pública en Madrid. Que más de tres mil interinos no hayan sido contratados, y en compensación, los titulares deban dar 20 minutos más de clase al día, no es ningún capricho, como tampoco un ataque contra la calidad de la enseñanza. Es, en los tiempos que corren, una medida inevitable. Se podría haber hecho mejor, antes y con mayor corrección. Pero lo cierto es que las protestas planteadas por los sindicatos del ramo son tan hipócritas como oportunistas.
Cierto es que los profesores de la pública cobran más que los de la privada, o que sus homólogos del resto de Europa. También es cierto que su jornada laboral no resulta equiparable a la de muchos otros trabajadores, con idéntica cualificación, pero con salarios inferiores. Un profesor está obligado a impartir clases por un periodo lectivo calculado entre 18 y 21 horas. ExiGIRLes 20 no altera sus condiciones laborales. Un profesor está obligado a permanecer en el centro 25 horas a la semana. Eso tampoco va a cambiar.
Pero han sucedido muchas cosas en los últimos años que han contribuido a presentar una imagen negativa de estos profesionales. Siendo esta mala fama en la mayoría de las ocasiones injusta, se corresponde tristemente con la realidad de unos cuantos caraduras. Una minoría entre los profesores logra que su horario, durante al menos dos jornadas, no les exija una permanencia en el centro de más de 3 horas. Otros, generalmente los mismos sinvergüenzas, incurren en un absentismo laboral que ningún sindicato ha estado dispuesto a abordar con seriedad. Y mejor no hablar de bajas más que discutibles, porque como se puede comprobar, los males disciplinarios y de honradez, típicos en la función pública, están vivamente presentes en la educación.
La pública la destrozaron leyes como la de 1970, o la LOGSE, o la incapacidad demostrada por el PP por abordar una reforma suficiente y en la buena dirección cuando contaba con la mayoría necesaria para hacerlo. Es cierto que regresaron los artífices de la catástrofe, y que su intención fue la de ahondar en los males del sistema. A ello contribuyeron, y mucho, unos sindicatos que no quisieron sanear la función pública, librando a los buenos y rectos profesionales, de toda esa panda de vagos y maleantes que, siendo una minoría, mancillan el buen nombre del funcionariado.
Los efectos de todo esto, los he comentado más arriba. La pública se degrada, la exigencia se relaja, y los centros privados y concertados empiezan a ser, ahora sí, una alternativa muy recomendable, en ocasiones inevitable. Así le han dado la vuelta a la tortilla los que dicen defender la educación pública. Se han cargado el modelo y la forma de impartirlo. Han destrozado a su alumnado, y ahora piden respeto. Desgraciadamente, aún quedan en ella magníficos maestros y profesores. Gente honrada y responsable. Pero me temo que el espíritu corporativista y la vaciedad moral e intelectual de los sindicatos, acaben por degradarlos a todos. En Madrid un 50% de la educación primaria y secundaria ya se imparte en centros privados y concertados.
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