Traición a España
Estos días que contemplo el ejemplar juicio al que el pueblo islandés somete a su anterior primer ministro para elucidar su papel en la gigantesca crisis económica y financiera que destrozó al pequeño país nórdico por generaciones, pienso en varios escenarios más españoles.
Escenario 1. Un político autonómico presiona a la caja de ahorros local, cuyo primer mandatario él ha nombrado de facto, para realizar inversiones en dudosas infraestructuras o en lúdicos parques. El político de taifa no sabe nada de solvencia bancaria y la extrema debilidad inherente al balance de un banco o caja si una mínima porción de sus activos resulta morosa, pero no importa. Su incentivo se mide en votos, y estos son cada cuatro años. Si la obra de la caja se ejecuta él gana en votos. Si pasado mañana hay que intervenir la caja e inyectar fondos públicos para rescatarla, no es su problema.
Más adelante, cuando estalla la crisis, la caja en cuestión ha de ser intervenida, con un coste mínimo para el contribuyente de unos 4.000 millones de euros. El político seguirá en los cuadros del partido, o pasará al sector privado, disfrutando de una elevada renta, sin importarle los destrozos que ha causado su ignominia.
Escenario 2. Los máximos responsables de la política económica nacional contemplan con pasividad cómo se incrementa el déficit de cuenta corriente español, hasta alcanzar el segundo mayor nivel del mundo en términos absolutos. No importa, aducen. La locura inmobiliaria alcanza su máxima intensidad, ligada a fuertes incrementos de los préstamos bancarios. Los políticos económicos no actúan, aunque se supone que sí saben de economía. Son conscientes por tanto de que la relación entre los precios inmobiliarios y la renta disponible explican una enorme burbuja inmobiliaria, y que ésta puede generar una fatal crisis bancaria.
Saben que los ingresos fiscales son irregulares, motivados por el exceso constructor. No les importa, ya que sus incentivos son a corto plazo: recaudación fiscal, fortaleza del consumo y de la inversión, por lo tanto rédito electoral. Proceden a permitir que estos ingresos se empleen en gastos corrientes (más empleados públicos), gestándose la causa de una enorme crisis fiscal que pondrá a España de rodillas. Mientras, favorecen la venta de activos estratégicos a países extranjeros.
Cuando estalla la crisis la niegan. La única “receta” que les saca de su insultante pasividad es destinar 10.000 millones de euros a los ayuntamientos para ser empleados en cuestionables fines. Niegan también la crisis bancaria, y cuando la admiten, no llevan a cabo la reforma bancaria necesaria para cortar la hemorragia, esto redunda en el mayor shock crediticio de la historia de España, que resulta en millones de desempleados. Las arcas públicas se desangran.
El colofón es un endeudamiento sobre PIB que aumenta un 35% cuando cambia el ciclo (dicho incremento de endeudamiento es sólo igualable al que genera una guerra de primer nivel). Aunque afortunadamente son apartados de la gestión, no basta con no pedir perdón. Alguno trabaja incluso para la empresa extranjera que se hizo con activos españoles bajo su mandato.
Escenario 3. Un alcalde de cualquier ciudad, villa o pueblo, de ínfimos conocimientos financieros, procede a hipotecar las arcas municipales mediante obras de dudosa productividad, pero que redundan en votos. Si la deuda alcanza niveles máximos no importa, se procede a endeudar las empresas “mixtas” o a prostituir la contabilidad municipal adelantando cánones por prestación de servicios futuros.
El resultado es una deuda que tardará décadas en ser satisfecha (si alguna vez se paga); una ciudad hipotecada a largo plazo. No importa, la agenda del alcalde no la mueve la coherencia entre ingresos y gastos. Con la deuda persigue su propia agenda política. Ya pagarán durante decenas de años los préstamos los aún no nacidos que nunca le votaron. Nadie en su partido, de uno u otro signo, le pide ningún tipo de explicación, ni él realiza el más mínimo acto de contrición.
Escenario 4. El máximo directivo de una caja de ahorros la gobierna como si se tratara de su cortijo particular, con una total confusión entre sus intereses y los de la caja. Los activos de la caja financian alocadas inversiones inmobiliarias, y como los precios de las casas suben, cree que el buen resultado a corto plazo se debe a su “intelecto” triunfador. El balance de la caja también sirve para tomar paquetes en empresas, y él se “sacrifica” para representar a la caja en los consejos de las participadas, enriqueciéndose mientras al embolsarse personalmente las abultadas dietas pagadas en dichos desaconsejables “consejos”. No importa que la caja esté apalancada quince veces.
Si el día de mañana toda su mefistofélica obra se viene abajo ya estarán los contribuyentes. Estalla la crisis y la caja es finalmente intervenida con un coste para el erario superior a 3.000 millones de euros. Por supuesto él es apartado de la gestión, pero a pesar de haber quebrado su caja sigue en los órganos de gobierno de empresas afines a las cajas, con las rentas de sus retribuciones pasadas, su chófer y su gran sueldo.
¿Qué tienen en común estos escenarios? Primero, los personajes no han hecho frente a responsabilidades. Segundo, todos se han beneficiado de un perverso esquema de incentivos mediante toma de decisiones donde el activo les beneficia y el pasivo se socializa. Tercero, el enorme endeudamiento consecuencia de su ineptitud será pagado por dos generaciones de españoles, muchos de ellos hoy niños que nunca votaron ni conocieron a esta calamidad de dirigentes.
Cuarto, y muy importante, las decisiones tomadas por estos personajes han redundado en situar a España en uno de los mayores momentos de debilidad económica, financiera y social de las últimas décadas. Si España fuese atacada difícilmente podría hacer frente al ataque, ya que no podría financiar la defensa. Si se produce una pandemia, pocos laboratorios nos venderían las vacunas. Si sobreviene una catástrofe, apenas habría recursos financieros para combatirla. Son consecuencias de decisiones pasadas, consecuencias que no han acarreado responsabilidades para sus actores. Hay que acabar con esto.
Hoy en día que se cambia la Constitución para limitar estas tropelías pienso si una norma cuya infracción no acarrea consecuencias tendrá algún resultado práctico, o se convertirá en papel mojado, como el también constitucional mandato de la “democracia interna en los partidos”. Mi conclusión es que hace falta un contrapeso penal al margen de maniobra político o bancario que presenta a la postre consecuencias para todos nosotros en forma de mayor endeudamiento.
Por lo tanto mi propuesta sería reformular el código penal añadiendo un supuesto adicional al delito de traición (delito hoy definido bajo los parámetros del siglo XIX, y bajo cuyo tipo tan sólo una persona ha sido condenada durante la democracia), de forma que si como consecuencia de una nefasta gestión política, o bien de una alocada gestión bancaria, resultase un endeudamiento público que ponga en riesgo la solvencia nacional, el político o el gestor podrán ser reos de traición, con el consiguiente riesgo de acabar con sus huesos en la cárcel y su patrimonio simbólicamente aprehendido. Sólo con un contrapeso así, igualando “activo” y “pasivo” en la toma de decisiones, evitaremos o limitaremos a futuro bochornosos escenarios como los aquí descritos.
La Constitución española establece la no retroactividad de las normas penales no favorables al reo. Los sujetos protagonistas de esta triste historia no harán frente por lo tanto a ninguna responsabilidad penal. Mostrémosles al menos el oprobio moral que merecen.