Treinta y siete horas y media
POR las formas arbitrarias y los argumentos falaces, al menos en sanidad, el terreno que conozco, la Junta de Andalucía está creando un enorme desbarajuste con la ampliación de la jornada laboral a treinta y siete horas y media. Argumenta que es una imposición del Gobierno central y que su aplicación se hace con la bondad de garantizar el empleo público. Pero lo cierto es que la ha recibido con un visible entusiasmo para aplicarla de forma torticera. Agrupando las horas de más consigue jornadas extraordinarias, con las que sustituye guardias, suspende contratos o hace éstos al 75% de sueldo. Y con el dinero ahorrado de médicos y enfermeras mantiene intacta la administración política.
No hay argumentos para oponerse a la equiparación de la jornada de los empleados públicos a la general de los trabajadores, pero hay que observar que la medida ha venido aislada, como un gesto apresurado para tranquilizar a la opinión pública europea, después de trascender la elefantiásica administración de las regiones, y sus privilegios inaceptables en democracia.
A Europa poco le importa si los funcionarios trabajan 35, 37 o 40 horas. Lo que preocupa es el gigantesco sector público politizado, en un país que pide prestado incesantemente para llegar a final de mes. Como ocurre cuando a una familia le sobreviene la desgracia, las cosas se ven más claras desde fuera que desde dentro. El diagnóstico que hacen los corresponsales extranjeros que circula por internet incide especialmente en las administraciones autonómicas, donde se ha asentado una oligarquía clientelar que ha esquilmado los ahorros del pueblo y ha hipotecando a todo el país con una deuda insostenible. La imagen de la orgía descontrolada está en la mente de cualquier europeo desde que The Economist le dedicó portada y un crudo reportaje con el título La fiesta ha terminado, a primeros de noviembre de 2008. Hace ya cuatro años.
Antes de 2008 se hizo todo lo inimaginable por tirar la casa por la ventana, a mayor gloria de la nueva clase dirigente y su ejército de beneficiarios. Después no se ha hecho nada serio por salvar lo que quedaba de los muebles, a pesar de que las noticias caen diariamente como un goteo de desgracias. España no es Grecia, pero se parece bastante. Como en Grecia, no hay partido ni sindicato que se libre de la responsabilidad. Todos han participado del botín, gobernando las autonomías, los ayuntamientos y las cajas de ahorro, que han vaciado. A las solventes instituciones centenarias se las han merendado en menos de una década de fiesta.
Todos han demostrado su holgada capacidad para el despilfarro, para la corrupción, y para resistir numantinamente cuando les han pillado. Todos han montado el circo ostentoso de asesores, televisiones propagandísticas, subvenciones discrecionales, recalificaciones, convenios urbanísticos, liberados sindicales, empresas, agencias, organismos públicos y administraciones paralelas. Todos se han dotado de medios de vida principesca: palacios restaurados, personal de servicio, asesores, dietas generosas, tarjetas de créditos, coches oficiales de alta gama, recepciones, comidas en restaurantes de lujo y viajes a países lejanos con amplio séquito.
Apelan a la legitimidad de los votos, obviando que en democracia la política está al servicio del ciudadano, a través del respeto a las leyes y la trasparencia de las decisiones. En una democracia homologada no podría admitirse que un presidente fuese a una comisión parlamentaria a decir que se entera de la corrupción de su gobierno por la prensa, y que no sabe nada de lo que hacen sus subordinados. Esta es una imagen demoledora en Europa. Demoledora para Andalucía y para España, que más que a Grecia nos equipara a Sicilia y a su ley de la omertá. Una imagen que aplasta como una losa todo lo que hay de honesta profesionalidad en los servicios públicos.
No es la primera vez que en su larga historia España se encuentra en bancarrota, pero nunca antes lo fue de una forma tan frívola, desenfrenada y acompañada de cuentos tan inverosímiles. Nunca antes la clase dominante se mostró tan cínica y montaraz en la custodia de los privilegios, adquiridos con el desastre. Y para botón, ahí está la aplicación de las treinta y siete horas en la sanidad andaluza. Es un botón insignificante comparado con las penurias a las que está abocando la crisis a muchos sectores sociales. Pero significativo en el comportamiento de la clase gobernante. Se eliminan contratos y se reduce sueldo a médicos y enfermeras para mantener al enorme ejército de jefaturas, escuelas, agencias, organismos y tinglados de amigos y administraciones paralelas. Y a eso llaman "política de mantenimiento de empleo público". Y se quedan tan satisfechos.
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