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A lo largo de doce o quince años, un número creciente de españoles fueron dejándose hipnotizar por el espejismo de obtener unos rápidos beneficios mediante la especulación inmobiliaria, sin que los responsables políticos de la economía tomaran en ningún momento medidas para poner límites a ese masivo comportamiento irracional. Los responsables políticos hicieron justo lo contrario; sumándose a la irracionalidad general, aprovecharon la momentánea bonanza para engordar con enchufados la Administración, ya de por sí hipertrofiada, empeorando al mismo tiempo su eficacia. Los resultados a la vista están: unos niveles de endeudamiento que ponen al país al borde del abismo y cinco millones de parados. Y es que, antes o después, los comportamientos irracionales se acaban pagando. Junto a ella, otra burbuja de irracionalidad lleva veinte años hinchándose en este país.
Durante más de 35 años, he sido profesor de Física y Química en la enseñanza pública. El pasado curso impartí clases en el bachillerato para adultos, y mis alumnos eran chavales de veintitantos años que empezaron a trabajar nada más terminar la Enseñanza Secundaria obligatoria y habían quedado en paro. Comprendían que, para mejorar sus escasas posibilidades de encontrar un empleo, no les quedaba otro camino que retomar los estudios, y se habían puesto a ello. Pero les resultaba casi imposible abordar los conceptos de la Física y la Química.
La inmensa mayoría tenía dificultades para entender lo que leía, aunque el texto no presentara especial complicación sintáctica. A esta escasa comprensión lectora se sumaba, además, la cada vez peor redacción que presentan los libros de texto y la falta de criterio didáctico con que están estructurados. En mi opinión, todos esos males son directamente achacables a la dictadura pedagógica imperante en el sistema de enseñanza desde hace ya veinte años.
Esa pedagogía es la que impuso la llamada promoción automática, que permite a los alumnos pasar de curso sin haber asimilado los contenidos del anterior, haciendo imposible cualquier aprendizaje posterior. Esa pedagogía es la que despojó de autoridad a los profesores, impidiéndoles mantener en el aula la imprescindible atmósfera de silencio y concentración para que los alumnos pudieran aprender.
Esa pedagogía es la que quitó el protagonismo a la transmisión de conocimientos en nombre de una supuesta transmisión de valores; unos valores que han conducido al incremento del alcoholismo precoz, al incremento de las agresiones de hijos a padres y, en suma, al incremento de las conductas irresponsables entre nuestros adolescentes.
Esa pedagogía es la que ha quitado una enorme cantidad de horas lectivas a las asignaturas fundamentales para dárselas a unas patéticas pseudoasignaturas sin más contenido que un machacón e insustancial adoctrinamiento ideológico. Esa pedagogía es la que, con su obsesión porque todo sea más fácil de lo que en realidad es, promueve unos libros de texto cada vez menos comprensibles.
Los resultados de esa pedagogía son del dominio público: unas tasas de abandono escolar temprano y de fracaso que duplican la media europea, unos resultados cada vez más bochornosos en los informes PISA y una tasa de paro juvenil del 52 %. Esos son los primeros resultados visibles de una burbuja pedagógica que apenas ha empezado a estallar, que apenas ha empezado a mostrar sus efectos.
La evidente pregunta es: ¿cómo se ha consentido y se sigue consintiendo que una pedagogía tan socialmente dañina domine el sistema de enseñanza que sufragamos entre todos con los impuestos? Pues bien, resulta que esta pedagogía es patrimonio de la misma izquierda irracional y demagógica que permitió que la burbuja inmobiliaria –bien es verdad que heredada del anterior Gobierno– siguiera creciendo sin control hasta el estallido final.
Se trata de una pedagogía dogmática y reaccionaria que se disfraza de científica, pero que, sobre todo, se escuda en bonitos tópicos difíciles de desenmascarar sin un cierto análisis: integración, solidaridad, educación en valores. Sin embargo, esa supuesta integración ha dejado excluidos del mercado de trabajo a más de la mitad de los jóvenes andaluces, esa supuesta solidaridad ha llenado de enchufados la administración educativa, y esa supuesta educación en valores ha mostrado una alarmante capacidad para crear
ninis tiránicos.
Los pedagogos progres, pese a todo ello, se obstinan en mantener su discurso autista. Sostienen que la solución al desastre ocasionado por la puesta en práctica de sus delirantes teorías es una aplicación todavía más integrista de esas mismas teorías, y se oponen con uñas y dientes a cualquier reforma que devuelva un mínimo de racionalidad y eficacia al sistema de enseñanza. La burbuja pedagógica ya ha estallado, pero sus directos responsables se obstinan en seguir insuflando aire en ella.
GonzaloGuijarro pertenece a la Asociación de Profesores de Instituto de Andalucía (APIA).