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DESDE hace tiempo, los profesores de instituto nos quejamos ante el deterioro progresivo que el actual sistema educativo ha provocado en la Enseñanza Secundaria. Si bien los tímidos propósitos reformistas del nuevo gobierno no invitan a hacerse demasiadas ilusiones, parece oportuno ensayar una síntesis de nuestros mayores males y proponer alternativas.
1º) La comprensividad. Agrupando en las mismas aulas a alumnos con distinta capacidad, competencia y motivación sólo se consigue fomentar la frustración de los peores y obstaculizar el progreso de los mejores. Los profesores no tienen el don de la ubicuidad. Si atienden particularmente a unos descuidarán a los demás. Establecer itinerarios en Secundaria y desterrar la promoción por edad no es una opción política, sino una necesidad de cualquier sistema que pretenda eficacia y justicia.
2º) El paternalismo. La condescendencia sistemática ante los "chavales" sólo consigue perpetuar su irresponsabilidad y su inmadurez. Los institutos nunca podrán ofrecer a los adolescentes el amparo que no le ofrezcan sus familias. En todo caso, la oportunidad de superar con el propio esfuerzo sus circunstancias. La Enseñanza Secundaria requiere criterios de evaluación exigentes y rigurosos. Regalar títulos sin ningún valor malogra las posibilidades de quienes sólo cuentan con sus capacidades para mejorar su situación.
3º) La impunidad. Tolerar la indisciplina, camuflándola bajo eufemismos, renunciando a tomar medidas efectivas para atajarla, atenta contra derechos fundamentales de los alumnos y boicotea la labor de los profesores. La integración en un centro educativo exige el respeto a unas normas cuyo incumplimiento tiene que producir consecuencias adversas para los infractores. No se trata de criminalizar sino de salvaguardar el derecho a aprender. La autoridad en el ejercicio de la profesión docente debería contar con el reconocimiento unánime de la sociedad. Los adolescentes con problemas severos de conducta estarían mejor atendidos en centros especializados.
4º) El pedagogismo. Atribuir la falta de esfuerzo e interés de ciertos alumnos a la incompetencia de sus profesores es una frivolidad propia de quienes confunden la pedagogía con sus prejuicios ideológicos. No hay receta metodológica universal. En la enseñanza, la experiencia en el aula resulta siempre más elocuente que cualquier análisis teórico. Debería reconsiderarse el papel de los psicopedagogos en los institutos. Su contribución mejoraría considerablemente si pasaran más tiempo en las aulas y menos en los despachos.
5º) El esnobismo tecnológico. Convertir las nuevas tecnologías en protagonistas indiscutibles de la enseñanza secundaria es una confusión intolerable de fines y medios. La pantalla del portátil no aporta nada a la agudeza de un razonamiento, la exactitud de un cálculo o la belleza de una metáfora, a no ser distracción. Ahora está todo en internet, como antes estaba en las bibliotecas, pero mal nos hubiera ido si en nuestros años de instituto, en lugar de dedicarnos a asimilar el contenido de los libros, nos hubiéramos ocupado sólo de aprender a buscar en índices y ficheros. La Secundaria tiene que llevar al alumno más allá de lo puramente instrumental. Más enseñanza de verdad y menos Andalucía imparable.
6º) El provincianismo. Si en cada comunidad autónoma, en cada barriada, en cada centro, impartimos una enseñanza diferente, nuestros certificados de estudios acabarán no significando nada. Por otra parte, empeñarse en adaptar los contenidos curriculares al contexto sociocultural alimenta las desigualdades, el etnocentrismo y la ignorancia. Urge, pues, el establecimiento de unos estándares comunes para el conjunto del Estado, acompañados de mecanismos de control, tales como exámenes de reválida al final de cada etapa.
7º) La burocracia. Someter la práctica docente al rigor del procedimiento administrativo desvirtúa la responsabilidad de enseñar y consume energías que al profesor no le sobran. Dar clase es una tarea singular que no se deja ponderar con los parámetros comunes a otras profesiones. Comprometiendo la libertad de cátedra, poniendo bajo sospecha a los docentes y agobiándolos con mil papeles sólo conseguiremos castrar la enseñanza. El único mecanismo verdaderamente eficaz de control consiste en la selección del profesorado: oposiciones exigentes y rigurosas para los distintos niveles y especialidades. Y por supuesto, que el acceso a la inspección educativa deje de estar sujeto a designación política y responda a criterios estrictamente profesionales.