Pata Negra
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Ubicación: Torre del Mar (Málaga) - Secundaria - Sociales
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« Respuesta #1 : 26/Dic/2011~14:01 » |
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Mi hija tiene 10 años y es muy lista. Saca siempre unas notas excelentes en el colegio. Su padre y yo la felicitamos cada vez que vuelve a casa con un buen resultado, aunque también tenemos miedo de que se lo crea”. Fernanda y Javier, de 40 años y profesores de enseñanza media, expresan un temor compartido por la inmensa mayoría de padres con niños nacidos en las últimas dos décadas. “Por un lado, nos parecería una crueldad no elogiar su inteligencia pero, por otro, nos preocupa que piense que es la mejor, que las cosas llegan sin esfuerzo, y que acabe mirando por encima del hombro a quien no tiene tanta facilidad”.
Tras las generaciones X, Y o “Ni Ni”, está empezando a acuñarse en Estados Unidos el término “Generation Me” para referirse a aquellos nacidos a las puertas del nuevo milenio. Optimistas, idealistas y destinados a triunfar, acusan también un narcisismo galopante, fruto de una autoestima a prueba de bombas. Los más mayores, aquellos que están ya empezando a tocar a las puertas del mercado laboral, demuestran no estar dispuestos a trabajar en cualquier cosa, rechazan ofertas jugosas sin pensárselo y parece que anden a la espera de ese puesto que, según su propia consideración, esté a su altura.
Si algo les aterroriza es desmontar ante los demás su imagen de éxito y brillantez. “Se ven extremadamente preparados, los candidatos idóneos para el mercado laboral”, aclara Edwin Koc, director de Recursos Humanos de la Asociación Nacional de Universidades y Trabajadores de EE.UU. Y añade: “Más del 90% cree que tiene un currículo perfecto y un 57% piensa que va a lograr un trabajo a los tres meses de licenciarse. Tienen una absoluta confianza en sí mismos”.
En 1969 Nathaniel Branden publicó “La psicología de la autoestima”, una obra en la que defendía que la consideración positiva de uno mismo es la faceta más importante en la vida de una persona. La teoría caló muy rápido y tuvo amplios efectos en la sociedad, por no hablar del cambio de paradigma que supuso en el terreno de la enseñanza.
En nuestro país, es a partir de la década de los 80 cuando aterriza en las aulas e impregna todos los conceptos pedagógicos. La sobrevaloración de la autoestima se convierte, entonces, en el verdadero tótem de la educación. Cualquier cosa potencialmente dañina para la autoestima infantil empieza a ser observada con lupa, llegando a unos excesos en ocasiones cómicos: entrenadores de fútbol que se olvidan de los goles y regalan trofeos a todos los participantes, suspensos vetados de antemano para no herir la sensibilidad del niño, exámenes “a la carta”...
Esfuerzo versus inteligencia
Según una encuesta de la norteamericana Universidad de Columbia, el 85% de los padres cree que es importante decir a sus hijos que son listos. La mayoría lo hace movida por una sana intención: la de infundirle seguridad al niño. Ahora bien, lo que no todos advierten es la relación directa que en ocasiones establece el elogio indiscriminado con el bajo rendimiento escolar.
“Alabarle constantemente la inteligencia a un niño –advierte la psicóloga Helena Sancho– es contraproducente, porque le puede hacer perder la noción de la realidad. En otras palabras, si de lo que se trata es de no defraudar las expectativas depositadas en él, el niño no se arriesgará a cometer errores y, de esta forma, aun cuando dude, siempre querrá demostrar lo inteligente que es. Es decir, aparentará ser listo”.
La doctora Carol Dweck y su equipo, de la Universidad de Columbia, desarrollaron durante la última década un trabajo de campo sobre los efectos del elogio en estudiantes de Nueva York. La prueba fundamental consistía en lo siguiente: a los niños de quinto curso se les invitaba a resolver rompecabezas específicamente diseñados para su edad, de forma que todos lo hicieran bien. Se les dividió al azar en dos grupos: a unos se les elogiaba por su inteligencia (“Tú eres muy bueno en esto”) mientras que otros se le destacaba el esfuerzo (“Debes de haber trabajado muy duro”). En una segunda vuelta se dio a elegir a los mismos escolares entre dos pruebas, una de ellas sensiblemente más difícil que la otra. Los que habían sido alabados por su trabajo, asumieron, en un 90%, el reto más complicado. Por el contrario, los elogiados por su inteligencia optaron por la tarea fácil; esto es, se acobardaron. Dweck llegó a la conclusión de que “resaltar el esfuerzo otorga al niño una variable que él puede controlar. Puede ver que tiene control sobre su nivel de éxito”. Sin embargo, aclara la doctora, “poner énfasis en la capacidad natural provoca que la situación quede fuera de su alcance, y no ofrece una buena receta para responder a un fracaso”.
Jóvenes muy competitivos
Otros expertos coinciden en señalar como concepto clave en la educación de los hijos el valor del esfuerzo. La ecuación parece clara: si el niño considera que su inteligencia es infalible, ¿para qué va a esforzarse en conseguir lo que puede lograr mediante sus dones naturales? He aquí una clave fundamental para reconducir lo que Po Bronson y Ashley Merryman, en su libro “Educar hoy” (Ed. Sirio), denominan “el poder inverso del elogio”. En lugar de decir: “¡Pero qué listo es mi niño!” o “¡Eres el mejor!”, ¿qué tal si probamos con fórmulas más específicas? Del tipo: “Sigue así”, “Cuando trabajas, lo consigues” o “Me gusta que sigas intentándolo”.
No se trata de reemplazar elogio por crítica, sino de hacerle ver que el cerebro es un músculo: ejercitarlo nos hace más inteligentes. Para quien crea que este comportamiento puede mermar la autoestima del niño y abocarlo al fracaso escolar, habría que recordarle los estudios de Roy Baumeister, quien, tras revisar más de 15.000 casos particulares, concluyó que poseer una alta autoestima no mejora las calificaciones ni los logros profesionales. Todo lo contrario: estas personas suelen tener una percepción inflada de sus habilidades.
En las relaciones interparentales se da la peculiaridad, además, de que es el propio orgullo de los mayores el que entra en juego. Cuando los padres alaban a sus hijos, en el fondo, se están alabando a sí mismos. ¿Y qué ocurre cuando empiezan a encarar la adolescencia y primera juventud? Lejos de lo que podríamos pensar, los niños demasiado elogiados no se convierten en indolentes desmotivados.
La realidad es que el niño que ha estado escuchando excelentes valoraciones de manera constante desde que tiene uso de razón deviene, a la postre, en un joven extremadamente competitivo y obsesionado con derrotar a los demás. Si para lograr el triunfo necesita recurrir a las trampas, no lo dudará, ya que en su horizonte de expectativas no figura ni por asomo el fracaso. En ningún caso afrontará este último aplicando más esfuerzo en la siguiente tarea, sino que se negará a aceptarlo.
Llegados a este punto, conviene tener en cuenta las investigaciones sobre la persistencia que llevó a cabo el doctor Robert Cloninger, de la Universidad de Washington. Más que un acto consciente de la voluntad, mantenerse firme en una acción, según el estudio de este especialista, es una respuesta inconsciente, que está gobernada por un circuito cerebral.
Para demostrarlo, Cloninger entrenó a ratas y ratones, que aprendieron a perseverar en los laberintos, pero a los que se les negaba el premio al llegar al final. Las conclusiones fueron muy significativas: el cerebro aprende que es posible resolver los episodios frustrantes. “La persona que crece recibiendo premios con frecuencia no será tenaz en la consecución de un objetivo, abandonará cuando el premio desaparezca”, escribió. Dicho de otra manera: hacer de nuestro hijo un adicto al elogio puede conducirle a sentir la necesidad química de ser premiado constantemente.
Manual de conducta
No todo está perdido, sin embargo. “Nunca es tarde para empezar a modificar la relación con los hijos –aclara Helena Sancho–. En lo que tiene que ver con el halago indiscriminado, podemos plantearnos una suerte de retirada por etapas. Es importante que sea algo gradual, que no le provoque un choque brusco, que conduciría a tiranteces en el ámbito familiar y, probablemente, también a una cierta desubicación en la consideración de sí mismo”.
¿Cuáles serían, entonces, las fases? Bronson y Merryman proponen esta hoja de ruta: lo primero, elogiar al niño cuando el resto de padres lo están haciendo, para evitar, de esta manera, que se sienta excluido. El segundo paso nos llevará a dosificar la alabanza, poniendo el acento exclusivamente en el mérito específico. Dirigiremos, así, nuestro aplauso, en lugar de a las capacidades del niño, al proceso, al esfuerzo con el que logró el resultado concreto. La última etapa tendrá en consideración una serie de aspectos que, a veces, nos parecen menores y pasamos por alto. Por ejemplo, es saludable que valoremos su capacidad de concentración, que sepa escuchar atentamente a los demás o que piense en los otros cuando juega en equipo.
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