PABLO SAPAG M.
Profesor e investigador de la Universidad Complutense de Madrid
Ilustración de Patrick Thomas
Con asombro y el malestar propio de quien se ha sentido engañado por años, el mundo es testigo de la actual convulsión chilena. Tres meses de protestas, no ya contra el Gobierno del derechista Sebastián Piñera, sino contra el modelo económico, político y social impuesto tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Así es, porque el movimiento que el sistema chileno y sus altavoces mediáticos internacionales intentan reducir a mera protesta sectorial no se condice con la implicación profunda y transversal de toda la sociedad en estos meses de efervescencia. Tan claro es que no se trata de la reedición de otras protestas estudiantiles que el lema más coreado por unos jóvenes que no habían nacido cuando el dictador dejó el poder en 1990 no deja lugar a dudas: “Y va a caer, y va a caer, la educación de Pinochet”, repiten los estudiantes, pero también quienes con ellos protestan.
Con esa consigna los manifestantes han puesto al Chile aparentemente exitoso frente a su realidad. La de un país que, pese a cambios parciales, sigue anclado en una problemática socioeconómica similar a la de 1983, cuando al grito de “y va a caer”, la movilización popular estuvo a punto de tumbar un régimen que sólo se mantuvo por la represión. Ese año se saldó con el mayor número de víctimas en una década, entre otras cosas porque militares y carabineros disparaban a mansalva a los que como hoy hacían sonar sus cacerolas en plazas y esquinas.
Se exige así la caída de un modelo educativo que es fiel reflejo de un Chile al servicio de las grandes empresas y la maximización del beneficio –lucro–, sin importar si se comercia con bienes básicos o suntuarios. La educación chilena es la más cara del mundo. Según la OCDE –club de países ricos al que tanto empeño puso la élite chilena por asociarse–, el costo mensual de los estudios universitarios equivale al sueldo medio de la mayoría, por lo que las familias se endeudan de por vida. El modelo ultraliberal chileno las ha engañado durante años con la promesa de un avance social imposible en uno de los 20 países más desiguales del mundo, según su índice Gini. Esa desigualdad social se sustenta en el desequilibrio racial y cultural de un Chile de mayoría mestiza y latinoamericana gobernada por una élite racialmente blanca y culturalmente europea. Con esas condiciones de fondo, la burbuja financiera de la educación convertida en negocio no podía durar eternamente. Hinchadas por el peculiar sistema chileno, esperan su turno otras burbujas. Como la educación, los sistemas de salud y jubilación también han sido privatizados y operan como negocios y no como los servicios públicos que debería proveer un Estado hoy desertor de sus obligaciones.
Al exigir la caída de la “educación de Pinochet” se apela, además, al destierro de los valores implantados por la dictadura y los gobiernos que le siguieron: individualismo feroz, atomización social y descrédito de cualquier iniciativa colectiva. Por eso el paro nacional convocado por la modesta Central Unitaria de Trabajadores los días 24 y 25 de agosto fue más éxito que fracaso. Nunca en estas décadas de modelo chileno se había logrado semejante paralización parcial acompañada de una gran marcha popular. Eso teniendo en cuenta que la sindicalización en Chile apenas alcanza al 20% de los trabajadores y que la negociación colectiva es casi inexistente. Un éxito más de un movimiento amplio que el Gobierno y su aparato de propaganda intentan desacreditar magnificando los episodios de violencia. La única víctima mortal de esas jornadas de huelga, sin embargo, fue un menor al parecer baleado por un carabinero.
La salida a esta crisis de un modelo tanto tiempo puesto como ejemplo positivo y hoy en tela de juicio en el mundo entero no será fácil. Al recuperar una consigna de los años ochenta se apunta al origen espurio de un sistema político impuesto entonces y vigente sin cambios reales hasta ahora. El mismo sistema de cuyos registros electorales se excluye un 40% de los ciudadanos con derecho a voto, incluido el casi millón de chilenos que a casi cuatro décadas del golpe de Estado no se identifican tanto con el exilio político como con el económico. Chilenos que tienen claro que los 15.000 dólares de renta per cápita de la propaganda oficial no son reales en un país tan desigual.
Ese sistema político y la peculiar legislación electoral binominal facilita el empate perpetuo en escaños parlamentarios entre el centroderecha y el centroizquierda, independientemente del número de votos cosechados. Eso imposibilita los cambios a leyes pinochetistas, como la del sistema educativo y otras de igual importancia. A 20 años del final formal de la dictadura y un lustro de la muerte de Pinochet, muchos chilenos están hartos de un sistema que se ha mantenido por miedo al general y la conveniencia de unos políticos hoy repudiados en las encuestas. Por lo mismo, los manifestantes exigen una asamblea constituyente para refundar el sistema político con el objetivo de que sea cauce verdadero para la discusión pública de cuestiones tan importantes como la educación, la salud, el sistema previsional o la protección de un mediambiente también amenazado por el neoliberalismo. Quizás entonces Chile pueda dejar de ocultar al mundo y a sí mismo su problemática étnica, económica y social. Difícil empeño.
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